CRONICAS DE TECPAN

Por Regino Ocampo Bello

LA REVOLUCION

Y llegó la Revolución, se preparaban los hombres que simpatizaban con Madero, Porfirio Díaz, Álvaro Obregón y  de la Huerta.
La tempestad descendió al bajío guerrerense, por la sierra Madre, un escalofrío de angustia cruzó como un relámpago, estremeciendo la cordillera y el turbión se precipitó hacia la Costa bramando en los playares dormidos de tranquilidad. Sacudió los montes y las  campiñas, fueron bañadas de gritos y de plomo.
Cabalgaron los jinetes sembrados en las sillas vaqueras, afianzadas las cinchas y erguidos los estribos, relinchaban hombres y bestias, incendiando los horizontes y a su vez, ardieron los pueblos azorados, de Tecpan, Tenexpa, San Luis, Atoyac, San Jerónimo y Acapulco.
Las iglesias se tiñeron el rostro con el humo denso de las hogueras y las torres transformadas en nidales rebeldes, flechaban la distancia para distribuir la muerte.
La paz se hizo añicos como una muñeca de cristal caída al suelo; liquidada por la voz metálica de los clarines, movimiento de los regimientos lanzados al tropel de las batallas a los acordes de la marcha dragona y al atronar de las cajas marciales. Federales y campesinos se dieron un abrazo trágico y rodaron con la bola; buscando un equilibrio que solo podían encontrar en la victoria de las razones del pueblo.
Se hizo un torbellino de fuego y la sangre, comenzó a marchitar el barbecho mustio y sumiso ante las nieblas de los odios de libertad y el fluir constante de la lluvia roja, que abatió en los milpares sobre las tejas que saltaban en pedazos, el remolino de las cementeras y el chipi chipi de los proyectiles que alzaban pequeñas nubecitas de polvo.
En los ríos insurgentes, que afloraban cadáveres grotescos; en un despeñarse rumbo a los llanos sin puerta. La revolución penetró con su canto de espuelas y su ronca protesta de exterminio, en los viejos patios de las haciendas impiadosas, donde el alabado, ascendía, hacia los cielos el clamor de los peones sin esperanza, esclavos que ahora irrumpían airados con el fusil al viento y en un mar de caballos alebrestados, piafantes e insumisos como sus conciencias liberadas.
La marea humana, lo llenaba todo, bajiales y potreros, aldeas y ciudades, sábanas y ventisqueros que con el eco de sus barrancos, hacían perdurar el fragor de los combates. El cañón, la ametralladora, la carabina y los machetes, tomaron la palabra para dialogar por años y más años, en la desbordante avenida de las pasiones reprimidas, en un afán y un destruirse que parecían interminables.
En Guerrero, los Figueroa, lanzaron desde Huitzuco, las primeras balas rebeldes y desde luego, Julián Blanco, se levantó en Dos Caminos  y Tomás Gómez, se alzó en Costa Grande, nuevos nombres se perdieron, en los labios cenizos del pueblo, Centurión, Añorve, Mariscal, Vidales, Abraham García, El Ciruelo, Bailón, Serrano y Villegas, que en las Costas repetían los labios inestables de las comadres platicadoras, embutidas en sus rebozos de Chilapa, corría el mes de mayo de 1911, y los Insurgentes de Costa Grande, iniciaron el asedio al puerto de Acapulco, con terribles combates que culminaron durante los días 10 y 11, hasta que la victoria fue anunciada por las trompetas de la revolución.
Las comadres seguían santiguándose, estremecidas por los nombres eufónicos que danzaban en los pentagramas armoniosos, en tanto las que eran madres transidas por un dolor inmenso, subían la calle de la amargura, morenas Marías, de llanto irreducible, entre las barbas trenzadas de sus rebozos, vírgenes humildes y múltiples con el Jesús en la boca y el brillante rosario entre las manos lacias para contar los misterios a los muertos y una letanía en sonsonete y plañidera, iva solemnizando el recuerdo de los caídos.

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