PILDORITA DE LA FELICIDAD

Por Rodrigo Solís
 La dama de la fotografía
De muy niño, casi todos los sábados mamá me llevaba a dormir a casa de Icha, mi abuela. Tengo bonitos recuerdos de aquellos días. Icha me recibía con abrazos y besos, y básicamente se dedicaba a consentirme durante mi estancia en su hogar. Lo que recuerdo con más nostalgia era la hora antes de dormir. Icha iba a su librero y sacaba unos libros de pasta dura para luego sentarse al borde de la cama y con voz dulce leer cada una de sus páginas. Uno se sentía marinero seguro y en buenas manos antes de zarpar al misterioso océano de los sueños.
Lo mejor de aquellos días en casa de Icha era despertar muy temprano en la mañana. Abrir los ojos sólo podía significar una cosa: hotcakes. Salía disparado de la cama y me iba a su cuarto donde me sentaba frente al televisor a ver a Chabelo mientras me relamía los bigotes al olfatear el aroma que llegaba desde la cocina. Adoraba a Icha. Era mi protectora. Me protegía de un ser siniestro que habitaba en su casa. Un anciano calvo y feo que todos los días se levantaba antes del amanecer para calzarse unos guantes de box y pegarle a un enorme saco durante largas horas. Al anciano le decía Papá Abu. Cuando nos sentábamos a la mesa el viejo me escrutaba con su mirada inquisidora, y si descubría que yo estaba serio me preguntaba qué por qué estaba tan triste, y si descubría que estaba contento, me preguntaba qué por qué estaba tan feliz, es decir, al anciano le enfadaba por igual cualquier estado de ánimo que yo pudiera experimentar. “Ya, déjalo en paz”, decía Icha. “Míralo, este niño no está normal”, se defendía el viejo gruñón adivinando la oveja descarriada en la que me convertiría con los años. Después de desayunar y poco antes de que el viejo amargado me llevara de vuelta a casa, me escabullía para encontrarme con una misteriosa mujer. En la sala de casa de Icha, sobre una mesita, descansaba un portarretrato con su fotografía. Esta mujer era bellísima, y me le quedaba observando durante varios minutos. La mujer de la fotografía tenía los dientes blancos que apenas enseñaba en un esbozo de sonrisa. Sus labios estaban pintados de rojo carmesí que hacían un bonito contraste con su piel blanca y lozana. Sus ojos eran grandes y oscuros, pero más oscuros eran sus cabellos, aprisionados en un elegante sombrero negro. En la imagen sólo aparecía el rostro de aquella mujer, por lo que tenía que valerme de toda mi imaginación de niño para terminar la estampa. Imaginaba que esa mujer tan bella y distinguida sólo podía estar vistiendo un vestido de noche tan negro como su cabellera, y para protegerse del frío seguramente llevaba encima un grueso abrigo de piel que hacía juego con el tocado. A sus espaldas, ese difuso paisaje que no se alcanzaba a distinguir era de alguna glamorosa calle como las de las películas en blanco y negro que veía mi abuela. Así era como imaginaba el resto de la fotografía que acaparaba el rostro hermoso y elegante de la mujer que materializó para mí en una imagen lo que significaba la palabra “dama”. Un día, cuando Icha me descubrió observando la foto, le pregunté quién era esa mujer, a lo que sonriendo me respondió “a que ni te lo imaginas”. Y como mi imaginación no me dio para tanto, le pregunté a mamá y ella me reveló que esa misteriosa mujer era Icha. Hay días como hoy en los que escribo para exorcizar fantasmas del pasado, porque de adolescente, ingenuo y egoísta, no pude encontrar en los ojos de una vieja deschavetada el candor de la mujer que de niño me protegió de todos los males del mundo, como ese anciano feo y calvo del cual lo ignoraba todo, como que nunca supo lo que era ser un niño al quedar huérfano desde la cuna, teniendo que ingeniárselas para trabajar desde pequeño en un banco de office boy y escalar desde el peldaño más bajo del escalafón hasta llegar a ser gerente, y esto gracias a que pudo encontrar las fuerzas que le hacían falta en los días de flaqueza en una mujer, la mujer de su vida: la dama de la fotografía.

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