Por
Rodrigo Solís
Sofía*
He decidido imaginar que ese
es tu nombre. Tienes todos los rasgos de Sofía. Guarda silencio, guárdalo como
hasta ahora lo has hecho y no me pidas una explicación coherente acerca de qué
rasgos físicos pueden calificar a una mujer para llamarse así. Deja que mi
mente juegue a jugar a que te llamas Sofía. Tu piel morena, tus ojos castaños y
tu incalculable ingenuidad así me lo reclaman, cuando tus manos cargan con un
montón de pesadas mentiras y verdades tergiversadas acerca del mundo. Tus
manos, inocentes, manchadas del sucio hollín desprendido de papeles repletos de
noticias.
¡Qué bien que te va el nombre
Sofía, y te repito, no me preguntes por qué!
Me han preguntado si me
incomoda la música mientras escribo. A decir verdad, todo depende del tipo de
música del que estemos hablando, y la que está sonando en estos momentos es
hermosa; tan hermosa como para ponerme a tararearla y transportarme a mundos
mágicos, llevándome lejos de este monitor, de este teclado y de esta verdad que
estoy por contarte.
¿Sabes de música, Sofía? Yo
sé poco, he de admitirlo, con más vergüenza que con otra cosa. Mi sueño siempre
fue aprender a tocar un instrumento musical. La guitarra, el saxofón, el piano,
o el clarinete. Tocar notas alegres y poner a la gente a zapatear contra el
piso mientras la música les acaricia el alma. Pero la gente no zapatea, ni
mucho menos les toco las entrañas con mi música. Nunca pude pasar de la clave
de Sol del requinto que mamá me obsequió cuando, en mi adolescencia, prometí
aprender a tocar la guitarra para ser un gran músico que llenara de alegría el
corazón a las personas que me escuchasen interpretar las partituras más alegres
que se hayan compuesto jamás. Ya ves, sólo promesas. Promesas que navegaron en
barcos llamados Esperanza, que terminaron por encallar en mares impetuosos y
salvajes, llamados Desidia e Ignorancia. A cambio del concierto que nunca le
daré a mamá, le he dejado un montón de angustias, muchas angustias, todo por
apostar a estas letras que quizás tus ojos nunca lleguen a leer.
Pero tú, querida Sofía, no
respondas, quiero creer que sabes de música, tanto, que te conmueven al punto
del llanto las sinfonías de Beethoven, Bach y Mozart. Que cuando tu corazón
está a punto de explotar de tanta nostalgia, Louis Armstrong provoca en ti una
sonrisa tan grande, tan exagerada, que tus dientes le alegran el día a las
tempestades. Guarda silencio, el más profundo de los silencios y déjame creer
que Gardel te inspira a bailar un tango a las faldas del malecón, que Serrat te
lleva de la reflexión a la agonía, y que Sabina te enseña a no comprar amor sin
espinas, ni a dormir con cuentos de hadas. Sigue callada y hazme creer que de
música sabes tanto, que cuando estás empalagada de tanta monotonía, truenas los
dedos y bamboleas las caderas al ritmo de Ray Charles, que Elvis te vuelve
loca, y que Juan Luis Guerra te pone cuarenta días a bailar sin descanso. Dime
que amas a los Beatles y a Janis Joplin. Que no puedes vivir sin los Stones, sin
Dylan, sin Marley, sin Soda, sin Charly. Que eres promiscua, descarada e infiel
a todos los géneros musicales; que te enamoras con facilidad de cualquiera,
desde la clásica hasta la cumbia. Dime que sabes de música, Sofía.
* * *
Qué vas a saber tú de música.
Soy idealista pero eso no me impide ver la realidad de las cosas, una caótica
combinación, una combinación que da por resultado la infelicidad. Soy infeliz,
lo he de aceptar. La felicidad sólo es un paréntesis, una pausa equiparable a
la cerveza que se toma en un bar con los amigos, un placebo para esta muerte
que cabalga lenta pero segura a su destino. Te cuento por qué soy un tipo
infeliz: soy infeliz porque no puedo fingir que no te veo todas las mañanas
sobre ese paso peatonal cargando periódicos. ¿Dónde están los Derechos Humanos?
Te diré donde están. Vestidos de corbata y traje, gozando de un clima
acondicionado, de una silla acolchonada, de una computadora con Internet, y
todo esto dentro de una oficina. Allí están ellos, intentando salvar al mundo
desde un cubículo rodeado de ventanales polarizados que les empañan de miopía
los ojos. Pero cuidado, cuidado y que no se les ocurra despojarte de tu
trabajo, el trabajo que desempeñas para ayudar a tu papá, ese señor viejo,
cansado y golpeado por la vida. Ese turno donde recién despierta la mañana debe
ser cubierto por ti, si es que quieren comer con los pocos pesos que les deja
la venta de periódicos, porque así es el mundo. Ningún niño debe de trabajar,
pero una cosa es deber y otra muy distinta, tener.
Y por si no fuera suficiente,
la ironía de la vida te ha colocado justo enfrente de un parque: columpios,
resbaladillas, pasamanos y todo tipo de aparatos de colores brillantes
dispuestos para los niños, pero no para todos los niños, desde luego. Tú tienes
que trabajar. Hora tras hora, parada, viendo pasar los automóviles de gente
indolente que incluso te compra los periódicos, mismos personajes que aparecen
en primera plana de esos papeles que cargas y te ensucian las manos; personajes
que, a bordo de vehículos dignos de estrellas de Hollywood, te habrán de
regalar una sonrisa. Una sonrisa cínica, la misma sonrisa cínica que un día les
sirvió para convencer a la gente ignorante de votar por ellos en las urnas.
Mismos personajes que tomaron puestos en la Cámara por simple capricho de sus
partidos políticos; plurinominales, así se llaman, Sofía. Tardaría mucho tiempo
en explicarte qué significa esa palabra, pero para qué perder tiempo, ahí
están, conduciendo el país, sonriéndote a la cara, con el mismo cinismo con el
que le prometieron a tu papá un día cambiar México, mi México, tu México,
nuestro México. ¡Qué poético se escucha eso de “mi”, “tu”, “nuestro”, cuando se
habla de la Patria! Mejor digamos, “su México”. El de ellos. El México
que día a día van carcomiendo, empobreciendo y pudriendo como la humedad pudre
a la madera.
Pero no te preocupes, Sofía,
cuando tengas la mayoría de edad podrás votar. Por cierto, ¿sabes leer?
Quisiera creer que en las tardes vas a la escuela, pero de no ir, no importa.
Aún siendo analfabeta sólo tendrás que identificar el color y el símbolo del
partido político que mejor te haya cegado con sus discursos y marcarás con una
“X” el de tu elección. Así de fácil, así de simple. Tú seguirás vendiendo
periódicos (si bien te va), y tu hija Sofía también. Votarás para que Sofía no
corra con la misma suerte que corriste, así como lo hizo tu padre contigo, y
así como tu hija lo hará con su hija Sofía, y así hasta el final de los
tiempos.
Disculpa, perdona mi atroz
pesimismo. Sé que tú sí sabes leer. Que en la escuela te han presentado a
Shakespeare y a Cervantes. Que con maestría dominas a Homero, Platón, Sócrates,
Aristóteles y Séneca. Que todas las noches antes de ir a la cama lees a
Bécquer, a Wilde, a Poe y a Borges. Que tus frágiles manos tratan de emular
poemas como los de Rubén Darío, Baudelaire, Quevedo y Neruda. Yo sé que sí. Sé
que admiras a Gandhi, las enseñanzas de Jesús, Buda, Lao Tse. Sé que lees
libros de distintas religiones y que al final del camino podrás elegir con la
conciencia tranquila la religión que más se adapte a tu carácter, o por qué no,
como yo, el ateísmo, que todo se lo debe a la lectura.
* * *
Confieso que he bebido una
cerveza. Tuve que destapar esa milagrosa lata de aluminio que me cambia el
ánimo 180 grados. Ese elíxir que embrutece mi cerebro y me pone de buen humor
hasta en las peores tragedias. Sólo una. De ninguna manera beberé otra, pues
corro el riesgo de terminar este escrito con mentiras. Como por ejemplo,
diciéndote que los políticos jóvenes van a cambiar este país.
Sofía, tengo que decírtelo,
aunque más de uno me odie: el peor enemigo de México es su propia juventud, y
no me refiero a la edad del país, sino a la edad de sus habitantes. México está
lleno de jóvenes; jóvenes confundidos, apáticos, ignorantes y conformistas.
Jóvenes a los que no les motiva nada en esta vida más que el sueño de por obra
y gracia divina aparecer en portadas de revistas o ser súper estrellas de la
farándula. Así es, Sofía, sus sueños son tan banales como sus propias vidas.
Pegados frente a un televisor observando programas de chismes y critica
destructiva. Jóvenes que pisan a fondo el acelerador de sus coches (o mejor
dicho, los coches de sus padres), para evitar verte directo al rostro.
Tú no les importas. Ni a los
jóvenes, ni a sus padres. No eres nadie para ellos.
Perdón, te ruego una vez más
me disculpes. Como profesor no puedo darme el lujo de perder la paciencia. Pero
me es difícil, muy difícil. Todos los días lo son. Llegar a un aula
universitaria y encontrar tanta apatía. No entiendo a los jóvenes. ¿Qué mejor motivación
que ser estudiante de comunicación, saber que en tus manos está el informar al
país de injusticias, asesinatos, desfalcos, corrupción y mil atroces etcéteras?
¿Qué mejor estimulo que saber que en tu voz, en tus letras y en tu corazón
están las llaves del cambio, la oportunidad de abrir mentes y culturizar a una
nación ignorante y dormida?
¿Te gustaría ser
comunicóloga, Sofía? Apuesto a que serías una gran comunicóloga. De las
mejores. Te esforzarías día a día. Llegarías temprano al salón de clase,
incluso antes que el maestro. Te empaparías de información más allá de los
apuntes que te entregue el profesor. Lo darías todo, invertirías hasta la
última gota de sueño con tal de conocer los secretos de la televisión, la
radio, la prensa. Te ocuparías (en vez de preocuparte) de tener las
herramientas para estar lista, preparada para el día que te entreguen el título
que te acredite como profesional, e inspirarías a tus compañeros a ser como tú:
una mujer intachable, ética y responsable. Y todos juntos se graduarían con una
mentalidad de justicia y trabajo, junto con otros cientos de jóvenes graduados
de otras universidades dispersas por el país. Y todos ustedes alzarían la voz
de forma pacifica, responsable e inteligente para denunciar todo acto que atente
contra México. Ustedes, comunicólogos, serían la voz que pide el cambio. Y
trabajarían en periódicos, radio, televisión, Internet y todo medio que le
sirva al ser humano como herramienta de expresión. Y serían tantos, y tan
buenos, que nadie los podría detener. Y junto con ustedes, administradores,
ingenieros, abogados, contadores, biólogos, doctores, científicos, físicos,
maestros, y todo mexicano de cualquier profesión o actividad que esté cansado
de tanta atrocidad que ocurre en nuestras propias narices.
Sofía. Con ese nombre he
decidido imaginarte. Lo imagino, pues no me atrevo a preguntarte personalmente
si ese es tu verdadero nombre. Soy un cobarde, igual que todos los demás. No
voy a cambiar nada con mis letras, y mucho menos con mis actos, y todo seguirá
igual. Todo igual. Siempre igual.
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