LAS HUELLAS DE LA VIDA

Carta a un alumno
 Por Raul Roman
 En la edad veraniega de mi vida siento profundamente tu cercanía, plena de confianza, ciega de amor y salpicada por un poco de admiración. Hoy lo sé, bien lo sé que lo que empezó como una llamarada vacilante en la mente juvenil de mi existencia, ha desarrollado un fuego envolvente y abrasante, que me aprisiona el alma, por la convivencia que procura esta labor, entre tú y yo, en el serpenteante paso del tiempo. Te confieso chiquitín que es muy difícil aceptar que me llames profesor porque es una obra grandiosa, titánica y majestuosa, intentar la formación y el engrandecimiento de tu mente, de tu cuerpo y de tu espíritu.
Tú, que has sido siempre, desde la historia de la humanidad la alegría de la casa, el alma de la escuela, ternura infinita de la raza humana, fuente inagotable de amor y cariño, de inquietud inocente y voluntad indomable. Como he temblado al pensar que puedo fallar, en la confianza que tienes en mí, porque en mi hogar, algún ser querido se encuentre atribulado y altera el ánimo, que me pone en riesgo de reaccionar impulsivamente, ante tu presencia. Como he temido por la limpieza de la vestimenta, por el lustre del calzado y, más, mucho más, por el vocabulario aseado, el comportamiento, dentro y fuera, de nuestro templo del saber; porque sé que estoy en el mostrador público de la sociedad a la que me debo y ante tu profunda mirada, llena de bondad, de tu sonrisa franca y espontánea, de tu amor infinito y pleno. Ante mis problemas: surge motivadora tu hermosa sonrisa ante mis dudas: aflora siempre tu inocente calma y, ante mis sueños: surges altivo como héroe invencible en el trayecto de mi vida. Señor... Dios mío, que nunca falte la presencia de un alumno en la maratónica estancia de mi vida

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