MEMORIA COSTEÑA

Juluchuca, verso de ensueño

La mañana era apacible, tranquila y eminentemente de corte costeña-rural; la búsqueda, sobre las instrucciones que dio la maestra Nelly Cortez Ayvar, sobrina de nuestra protagonista, fueron claras y comprensibles; pronto estábamos dando el… ¡Buenos días!... y una voz femenil indicó que pasáramos al fondo de la casa.

 Ante la presencia extraña, doña Quintina Ayvar terminaba apuradamente su café matinal mientras que su rostro denotaba una gran emoción, al igual que sus amorosas hijas que preparaban el desayuno y el almuerzo, seguramente ya informadas anticipadamente del propósito de la plática… se tomaron dos comodísimos sillones llamados “satélites”… y todo lo demás, fue pura miel en penca…
“Mi padre fue Juan Ayvar Abarca, originario de Agua de Correa, y mi mamá Apolinar de la Cruz, de Coyuquilla.
  En aquel entonces, el pueblo de Juluchuca era muy bonito y sobre todo demasiado tranquilo; teníamos un arroyo que cada año crecía, y durante esta temporada, nos íbamos a bañar todos los días, por las tardes. Cuando traía creciente acarreaba mucha palizada y mi mamá y su concuña sacaban las ramas de ocote para el consumo de la casa, mientras yo iba juntando las tecatitas para echarlas al vestido, muy contenta, pues servían para hacer la lumbre, para guisar y alumbrarnos por la noche... ahí mismo llegaban higos y ciruelas que recogíamos en los arronzaderos.
 En aquellos tiempos se jugaba a “Las Cebollitas”, “Las Alcanzadas” y a “Los Encantados” de lo cual se deriva la siguiente anécdota…
Una vez que encantaban a mis compañeras, se quedaban en el mismo lugar en donde fueron alcanzadas, y yo, que era gordita y para desencantarlas, les pasaba a un lado y les daba un caderazo, por lo que la mayoría se caían, algunas ahí luego y otras hasta pujaban y rodaban por el piso, por eso en la escuela fue que me pusieron como apodo: “El Marro”, pues nomás las tocaba y ¡puuum! ¡pa´bajo! Por lo que ahora le dicen a mis niñas:
-¡Tú eres la nieta de “El Marro”, verdad! ¡Ja, jaa, jaaa! Y hasta la fecha me gusta jugar mucho.
 A la escuela iban todos mis hermanos, y yo estaba chica, por lo que me acercaba despacito y me quedaba viendo a los alumnos repitiendo todo lo que les enseñaban, y la maestra, que era de Artega Michoacán y se llamaba María Luisa, pero le decían Eloísa, me decía:
-¡Mira niña, tú estás muy chiquita, anda ve a ayudarle a tu mamá… corre con tu mamá!... ¡Todavía no puedes asistir aquí!
 Y yo le contestaba:
-¡Sí, maestra… yo ya me sé eso, me voy a traer mi sillita!
-¿Pero qué sabes?
 Y había un librito que tenía a “papá oso” y a “mamá osa” y se lo llevé… me paré y le dije todo acerca de los osos, pues me lo sabía de memoria.
 Ella vivía allá atrás del pueblo, por donde la abuelita de mi esposo… ahí vivió.
 También asistí con mi maestro Catalino Molina a quien le guardo toda mi gratitud y mi cariño… pues nos dio clases a Teresa, Isidra, Santos, Belem y Patricia, y de los hombres a Cupertino y a Sigifredo, que venía de Petatlán y era muy inteligente para hacer las cuentas, por lo que muchas veces yo le decía a Ernestina en el recreo:
-¡Ahorita no vamos a salir…  tú vas a sacar el cuaderno de Sigi y le vamos a copiar las sumas… ¡ja, ja, jaaa! Siempre era así… Y un día que le copiamos y… ¡que todas nos salieron mal! ¡Seguramente aquél las había hecho en otra hoja y había dejado abiertas las equivocadas… ¡porque era bien listo! Y no era la primera vez que le íbamos a copiar del cuaderno. ¡Ja, jaa, jaaa!
 Y ya nos reuníamos para irnos al río: Alberta, María Lázara, Patricia, Rosa, Enedina y María, allá nos bañábamos, platicábamos y nos divertíamos de lo lindo… era muy bonito.
 Para ese tiempo, los cabezas de familia eran en su mayoría campesinos y trabajaban en los terrenos cerca del río, adonde les prestaba el dueño de la hacienda que era don Abel Martínez Chávez, con la condición de que le plantaran sus tierras de palma de coco, y que mientras crecían en los diez primeros años, permitía que sembraran maíz, frijol, arroz y cebolla, entre otras cosas del campo… y así fue como tuvo enormes plantíos de cocoteros, que después pasaron a ser propiedad de su hijo.
 El señor Abel venía de otro estado, creo que de Colima, y aquí se daba sus vueltas hasta que le gustó la vida de aquí y se quedó a vivir, hasta fue presidente municipal de Petatlán. En una de ésas, mi padre murió y ya no alcanzó a levantar su cosecha.
 También, en todas las casas campesinas criábamos pollos, gallinas, patos y cuches… no había dinero para gastar o si lo había era muy poquito, y aquí no se vendía nada, todo se traía de las huertas y del campo. Y cuando había necesidad, mi mamá me mandaba a comprarle a una señora que venía cada semana a vender; así yo iba por una azúcar que era como piedra y que costaba 2 centavos… 2 huevos por 5 centavos y luego subió a 3 huevos por 10 centavos. 
 Ahora miren que bonito era cuando algún señor mataba un cerdo… no se vendía, sino que les repartía carne a todos los vecinos y conocidos, especialmente a los compadres, porque había mucho cariño y respeto… el aprecio era por delante… si mataban una vaquilla, igual, toda una costilla y el lomo pa´l compadre… lo mejor de la carne era para la familia de los compadres. Y así cuando el otro vecino tenía crecido al cuche, lo mismo, repartía la carne entre todos sus familiares, amigos y vecinos.
 Así que mientras los varones trabajaban en el campo, el ama de casa a moler en el metate para hacer las tortillas, preparar la comida y a irse al río a lavar, siempre en una artesa hecha de madera. 
 También recuerdo que los hombres se iban a pescar al río, a la laguna o al mar; traían puros pescados grandes que sacaban cordeleando, pues aun no había atarrayas, y así traían unos pargotes enormes, los “gallos” grandotes y ahí de la laguna atrapaban el sábalo con un trinchi que tenía un palo, al que le llamaban salapán, y ahí quedaba ensartado. 
Y así salíamos a pasear los sábados o domingos, con todos: niños, jóvenes y adultos… los hombres se iban bien temprano a pescar; entonces tiraban un cuete para matar harto pescado, lo malo era que ahí se iban peces chicos y grandes, hasta que hubo un accidente, pues en una ocasión el cuete no tronó, y que se mete un muchacho para ver por qué y… ¡zaas! Que revienta el cuete y el joven quedó ciego y sin manos… de ahí, nunca más se pescó con cuete.
 ¡Ya sacaban lisa y unas mojarras blancas blancas y bien pero bien sabrosas! Más tarde llegábamos todos, ya con tortillas, frijoles y arroz, prendíamos la lumbre, y ora si, a cocinar y a comer. Esos eran los paseos bien hermosos.
 Y tengo bien presente cuando se hacían las lunadas; María Vargas invitaba a todas las muchachas a la playa, y allá atrás de ellas venían los muchachos, ya pardeando y hasta anochecer… llevaban relleno, nejos y ollas de café, mientras otros pescaban ahí, y se acomodaban a la orilla de la playa, todos… cenábamos… y empezábamos cantando, declamando y bailando a la luz de la luna… y había ocasiones en que se preparaba una comedia donde había papás, “civiles” y “los novios” “se casaban”… nadie le faltaba al respeto a nadie, ni siquiera se tomaban de la mano, todos a cantar, como aquélla que decía:  ///“Soy un pobre venadito que habita en la serranía”///… luego seguían canciones como “Atotonilco”, las rancheras, corridos, hasta por ahí tengo un cancionero que guardo de aquel tiempo. 
 Luego declamaban Ernestina Ramírez, Lázara, Rosa, Alberta y Ernestina Lobato, que decían rimas y versos preciosos… repetíamos todo lo que nos enseñaban en la escuela…. ¡pero eran inolvidables esas convivencias de los jóvenes de aquel tiempo! 
 Ahora bien, para ir a Petatlán sólo íbamos para la Semana Santa, a caballo, en carreta o el que tenía su burrito, pues se iba en él.
 Y cada año venía Calderón a vender ropa, zapatos y telas, en hartas mulas, y mi papá compraba todo el rollo y la pieza entera de tela, y de allí nos hacían todos los vestidos, por lo que un tiempo andábamos iguales todas… y para los hombres compraba manta, para hacerles el calzón de cinta y muchísimos cotones… y eso sí, zapatos para todos.
 Mis hermanos se los ponían para salir y cuando regresábamos luego luego se los quitaban, los limpiaban, y ora, a guardarlos. ¡ja, jaa, jaaa!
La que después fue mi cuñada, un día quiso unos zapatos rojos… ¡así los quiso!… y no se los quitaba nunca, hasta dormía con ellos porque decía que se los iban a robar sus hermanas.
 ¡Ah! y mis hermanos son: Silvano, Valente, Amadeo, Francisco, Martín, Benjamín, Petra, Felícitas, María y yo, que siempre nos quisimos mucho.
 A la vez que en el pueblo hubo muchas mujeres parteras que ayudaban a dar luz a las parturientas, como María de la Luz, fíjense el nombre, Lola y Joaquina.
 Aquí no había sacerdote… ¡y el obispo venía cada cinco años!... entraba por donde le decíamos “El camino real”, y entonces le hacían muchísimos arcos de palma de coco, con ramas de ahuejote que daba unas flores amarillas, preciosas… arcos y arcos y arcos toda la entrada, pues venía a confirmar a todos los chamacos. ¡Todo bien bonito!
 Ya para las fiestas de aquí entonces venía La Polimnia, de Petatlán… y también se venía don Chico Valle que traía su violín, mientras los compañeros tocaban la guitarra y un aparatote que se llamaba tololoche… y no´mbre ¡qué ya llegaron los músicos… y nomás a jalarle las tripas esas!… ¡ja, jaa, jaaa!
 E invitaban a todas las muchachas… pasaban a pedir permiso a los padres para que las señoritas fueran al baile… las iban a recoger casa por casa, y al terminar la fiesta las iban a regresar por parte del dueño de la fiesta. ¡No que ahora, de lejos!  -¡Va a haber baaaiiile!- Y hasta allá van, sin invitación.
 En el mes de febrero, cuando empezaba el carnaval, se venían los paspaques… los señores ya de edad: Narciso, Mónico, Santos, Natividad, Juan y mi papá visitaban las casas y a cada uno de ahí les cantaban y les decían versos… quien sabe cómo le hacían pero se los decían:  “Y la niñita chiquita/ por no saberle el nombre/ le venimos a cantar/ y le traemos un ramo de flores/” … lavaban cascarones y con puchina los pintaban de colores, les echaban cofeti, hasta entonces cortaban una gomita del árbol de zazanil y se la ponían en “la boca” del cascarón y lo tapaban con unos papelitos de papel de china… ¡ja, jaa, jaaa!... y los hombres se juntaban los domingos en un arbolote grande y frondoso que le decían “la agrora”, a jugar gallos, baraja y a platicar, nomás.
 Después, don Nino Ramírez y mi esposo gestionaron y metieron el agua entubada, la mandaban con una bomba de gasolina, hasta que doña María Vargas compró una plantita de luz, de donde todos los que pagábamos nos  alumbraba.
 Y ya con mi tía y con su hija María Ayvar, que se casó con un Hernández, papá de mi comadre Noelia, compraron una camionetita para llevar a su papá a conocer Acapulco, y en una de ésas y que me llevan… allá había unas poquitas casas, nomás estaba el hotel “Las Hamacas”, lo recuerdo bien, y un cine adonde nos llevaron a pasear… después pasaban los carros “Colorados”, de la cooperativa “Hermenegildo Galeana”, mientras yo tenía a mis hijos: Jorge, Mirta, Arturo, Alejandro, Rubén, Samuel, Jhonny, Macrina, Rosario, Luz… creo que son todos, quien sabe si se me olvidó algún nombre… ¡ja, jaa, jaa!
 Y lo último era que cuando una persona decía:
-¡Ya no me gusta vivir aquí, me voy a ir para allá… y los amigos le decían:
-¡Mira, aquí está bonito, vente para acá!
 Entonces se juntaban todos los amigos, pero todos, eran un montón… y trasladaban todo el techo de la casa, así como estaba, con unas horquetas levantaban la casa de palma… y ya habiendo plantado unos palos gruesos… allá van cargándola y gritando por la bebida que ya se habían tomado… y asentaban todo sobre los horcones… ya después la rodeaban con varitas tejidas con lodo y le picaban harto zacate y quedaban bien bonitas, puliditas y cuando hacía temblor, pues no se caían. ¡ja, jaa, jaaa!
Orita, con mis hijos estamos sacando sal de la laguna, si conoces a alguien que quiera por costales, se la vamos a dar barata… no se te olvide. ¡Ja, jaa, jaaa!
Así caía el telón de la historia reciente de Juluchuca; la risa, los recuerdos y la nostalgia de doña Quintina Ayvar era alegre, contagiante, hermosa e incomparable; sus hijas se encontraban también muy contentas, divertidas y emocionadas, su alegría no cabía en el pecho, al mismo tiempo que compraban pescado grande y fresco, como le gusta a la patrona, sintiéndose muy orgullosas de su mamá, con sus 87 años de pura sabiduría y felicidad galopante… todo lo que les rodea es pura miel en penca. (Desde el hermoso “lugar de mujeres”. Raúl Román Román. El Indio de Iguala).   

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