Nuestra continuidad histórica a examen
Víctor Corcoba Herrero
Hoy más que nunca es fundamental conocer el porqué de tanta intolerancia, de la migración, de la violencia, de la falta de humanidad entre nosotros, lo que requiere el análisis de esta situación de bochorno que padecemos.
Detrás de cada cruz, levantada los unos contra los otros y los otros contra los unos, se hallan realidades con una historia distintiva, con un cultura y unos ideales. De ahí la importancia del encuentro como miembros de una familia, que debe aprender a ayudarse desde la concordia y no desde el interés. Por supuesto, es indispensable el diálogo. El endiosamiento de algunos no cierra cicatrices, al contrario fomenta la barbarie y el descontento. La mano tendida es vital para poder hermanarnos con los que han sido privados de sus derechos esenciales, como asimismo para aumentar la acogida a los que huyen de situaciones dramáticas e inhumanas. Me da la sensación que, hasta este momento, nos hemos quedado en la antesala de las ideas, sin compromiso alguno para activar acciones de respuesta contundente ante contextos verdaderamente crueles. Por cierto, el gesto del proceso de entrega de armas en Colombia nos llena de esperanza. Veo que es una plegaría que nos une, pues si importante es rectificar, también es humanitario el que sabe compadecerse y decide utilizar otros lenguajes, deponiendo cualquier tipo de artefacto.
La justicia no se defiende a golpe de bombas, sino con la razón y la sintonía de un corazón puro. Bien es verdad que aún no hemos aprendido que con las guerras todos perdemos. Ojalá tomásemos conciencia de esto. Necesitamos evadirnos de cadenas, sentirnos libres y no atrapados en amargas decepciones. Por muy deplorable que sea la situación, tenemos que poner más vida interior en el mundo, para poder despertar en la conciencia colectiva de cada ser humano la inconfundible memoria de sus raíces, nuestra continuidad histórica, aunque tengamos que reinventar nuevos modos de vivir y pensar. El abecedario de la opresión lo hemos hecho tan nuestro que es una verdadera pesadilla para todos. Desde luego, es público y notorio que maltratamos a nuestros ascendientes. Tanto es así, que es un problema social mundial que afecta a la salud y a los derechos humanos de millones de progenitores en todo el mundo, siendo una contrariedad que merece la atención de la comunidad internacional. Posiblemente, por ello, la Asamblea General de las Naciones Unidas, en su resolución 66/127, haya designado el 15 de junio, como Día Mundial de Toma de Conciencia del Abuso y Maltrato en la Vejez, para expresar su oposición a las injusticias y los sufrimientos infligidos a algunas de nuestras generaciones mayores.
Es de desear, por tanto, que el colectivo social valore plenamente a sus primogénitos y se auxilien de su sabiduría, porque la vida es la mejor cátedra para poder orientarnos. Francamente vivimos unos tiempos de vértigo, en los que convendría pararse a meditar sobre nuestro entorno, pues no es cuestión de resignarse a un destino más o menos escrito, sino para valorar plenamente lo que nos supone cohabitar y coexistir, en una sociedad cada día más encumbrada por ciertos dioses humanos, que suelen manejarnos a su antojo y capricho. No podemos quedarnos en el mero lamento. El mundo es de todos y de nadie. Todas las naciones del mundo en su coyuntura acordaron reconocer el inmenso daño que causa el cambio climático y la enorme oportunidad que representa la acción climática. Ahora no puede venir un nuevo presidente y retirarse del ansiado Acuerdo de París, máxime cuando es crucial que Estados Unidos siga siendo un líder en materia ambiental. El compromiso de nuestros antecesores cuando menos nos exige una valoración conjunta, pues el mundo lo formamos todos, un respeto y una consideración hacia algo tan significativo como lograr un crecimiento económico con bajas emisiones de carbono y capaz de crear empleos y mercados de calidad. Convencido de que la conciencia es una inspiración que nos lleva a reencontrarnos a la luz de las leyes morales, aún cabe la ilusión, que a pesar de tantos tropiezos, nos levantemos y reanudemos una vida más en común, más en familia. Sólo así tendremos asegurada nuestra continuidad como especie.
Ciertamente, nuestra secuencia humana ha de ser más poética que mundana. Los ancianos, gracias a su recorrido vivencial, están en condiciones de ofrecer a los jóvenes y menos jóvenes, consejos y enseñanzas preciosas. También los chavales, con su empuje e inocencia, nos ayudan a verles con ojos de responsabilidad para que crezcan y sean nuestra prolongación de amor y no de odio. Lo que cuenta de verdad es nuestro ejemplo, nuestra coherencia de vida, ya que no puede haber un descubrimiento, más intenso del alma de un colectivo social, que viendo la manera con la que trata a los niños. Lástima que, al presente, estos “angelitos” se utilicen de escudos en lugares de contiendas e inútiles batallas. Sea como fuere, ya sea por conflictos armados o por desastres naturales, las crisis humanitarias amenazan el futuro de multitud de criaturas, o sea, nuestra continuidad como linaje. Lo mismo sucede con las mujeres, y otras personas más frágiles, es de suma trascendencia oírles, escucharlas. Hay que evitar los errores del pasado. Por este motivo, es de sumo valor que no sólo se eduque a las nuevas generaciones en los contenidos. Hay que hacerlo en los valores, en el profundo sentido de exigencias y obligaciones en todas las manifestaciones de la vida y, por consiguiente, también en orden a la convivencia en familia, sabiendo que el respeto por los otros es la primera circunstancia para saber cohabitar. Está visto que uno tiene que considerarse a sí mismo para poder frenar los vicios, y luego, uno ha de inspirar una gran deferencia por su análogo, sea de la generación que sea y del culto a la cultura que encadene.
En ocasiones, nosotros mismos somos nuestro peor enemigo. Pensábamos que, con el cambio en materia tecnológica, todo estaría más interconectado, pero resulta que nos hemos quedado sin alma. Las desigualdades nos hacen ser caminantes sin corazón. Así no podemos fusionarnos, sentirnos bien, y por supuesto nada realizados, más infelices que nunca. Tampoco hemos aprendido que cualquier ataque es una locura, una manera de destruirnos. Quizás tengamos que reforestarnos como especie, y donde crezca el mal, injertar el más sublime verso de la conciliación reconciliada. Debiera ser normal reconocer nuestras particulares maldades, arrepentirse, entonar el verso de lo armónico y verter lágrimas convertidas en poesía. Por desgracia, nos hemos acostumbrado a endurecer nuestro corazón y a normalizar lo que es nuestra destrucción. Respetando la libertad y el sentir de cada morador, hay que recordar siempre que el planeta no es únicamente para unos privilegiados, sino para toda la humanidad, y que la situación de haber nacido en un lugar de menos recursos no justifica que esa persona sea menos humana que otra, y tenga menor dignidad. Ha llegado el instante de dejarnos a salvo, de no permitir atropello alguno a nadie, de ser una piña en humanidad, para poder gozar de una vida libre de salvajismo y abusos. No encuentro la manera de decirlo más claro, sino es en verso propio: “Cada ser con su ser para ser en los demás un respiro./ Un respiro de árbol que anide sueños y anude el sosiego de las almas”. Por ello, nuestra continuidad está asegurada, pues el espíritu es inmortal y la vida es un despertar con su noche. Precisamente, lo que tiene esencia se distingue de lo que no la tiene por el hecho de andar. No perdamos, en consecuencia, el paso de la sencillez, que dios no somos por más que nos lo creamos que somos.
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