OPINIÓN

Por Ana Saracho
Cada cosa que hacemos tiene sus consecuencias

Nada ocurre por casualidad. Cada cosa, cada suceso y cada situación tiene su causa, alguien que lo genera y cada causa produce un efecto. Aunque también cada efecto se transforma en una causa para un nuevo efecto en tanto no lo reconozcamos a tiempo ni lo captemos como fruto de nuestro propio comportamiento anterior. Por eso tenemos que esforzarnos en reconocer el efecto y soportarlo con alegría, en la conciencia de que el Eterno, la Vida, nos asiste.
El ser humano pregunta a menudo: ¿por qué sucede esto o lo otro? ¿Por qué tengo que soportar este sufrimiento o este golpe del destino? Un efecto puede estar separado de su causa por una distancia de siglos y milenios, del mismo modo que en la semilla de un árbol están contenidos los frutos que más tarde dará. No obstante, en la causa misma está determinado cuanto tiempo pasará hasta que la semilla germine, cuándo llegará el momento del efecto. La causa de una enfermedad, por ejemplo, puede remontarse a decenios y la de un suceso político o religioso a siglos. Tenemos entonces que combatir los efectos y superarlos, para no crear otra vez nuevas causas. No estamos en la Tierra, en vestido terrenal, para preguntarnos constantemente acerca de las causas, sino para superar y reconocernos en los efectos de manera que de ellos no se formen nuevas causas.
Los sutiles y diferentes aspectos de la legitimidad de “causa y efecto” no pueden comprenderse con nuestras burdas palabras, porque la ley no tiene en cuenta nuestros pensamientos y palabras, sino sobre todo nuestro mundo de sensaciones, nuestras emociones y tendencias. Aquello que ocultamos ante los hombres es manifiesto en cambio a Dios. Quien haya reconocido esto, controlará y dominará siempre sus pensamientos y actos, es decir, pensará y actuará sólo de modo divino y sanamente, pues sabe de antemano que todo tiene su efecto. Por ello tenemos que vivir conscientemente, es decir, vivir a conciencia, y tener siempre ante los ojos las consecuencias de nuestros actos. Con esto desenterramos el tesoro de nuestra alma, que es la fuerza, la luz y el amor del Todopoderoso.
Si no existiera la gracia de Dios, no habría ningún perdón de los pecados. Por ello la gracia, el amor y la misericordia obran simultáneamente. Tenemos que reconocer la gran verdad: que la gracia del perdón de los pecados sólo anula el efecto de las leyes, pero no las leyes mismas. Esta gracia no anula la ley de causa y efecto, sino que sólo transforma el efecto y lo neutraliza si es bueno para nuestra alma.
De la Publicación: “Con Dios es más fácil vivir”

No hay comentarios.:

Publicar un comentario