La revolución mexicana en la costa guerrerense

Guerrero siempre ha sido gran epicentro para las luchas ideológicas, militares y rebeldes; todas las formas de rebelión y manifestaciones de inconformidad estatal y nacional han pasado por estas tierras surianas, aunque los resultados más optimistas, gratificantes y benéficos poco han impactado y menos beneficiado a sus moradores, en referencia a la preservación de su medio ambiente, la deferencia a sus sociedades, la instalación de centros de trabajo duraderos o el aprovechamiento de su abundancia natural, pues siempre ha aportado su grande y extensa cuota de sangre y dolor en cada uno de los episodios nacionales, épicos e históricos. Siempre que ha existido una propuesta real para invertir en sus ciudades, ecosistemas, subsuelo, minerales o litorales es para extraer su riqueza y explotar sus recursos, para después abandonar este suelo sagrado, ya saqueado o erosionado, como se puede constatar en cada momento de su historia y sin llegar a narrar un martirologio guerrerense. Así, a fines del siglo XIX aparece una burguesía agraria como consecuencia de la ley de nacionalización de los bienes eclesiásticos para dar paso a cacicazgos regionales que se entreveraron con las políticas estatales y los políticos nacionales, para reafirmar sus dominios ideológicos, geográficos y de política, tratando siempre de sacar la más grande raja económica en las iniciativas de ese tiempo. Para los primeros años del siglo XX, la sociedad guerrerense empezó a organizarse, ya de forma definida, en clubes políticos y dejaron de creer en los sueños democratizadores porfiristas que de manera flagrante y arbitraria pasaban por encima de los normas constitucionales y de la normatividad electoral propuesta por los políticos e intelectuales filo-porfirianos. En la contraparte, la atracción maderista ganaba adeptos cada día, por lo que Eusebio S. Almonte, Rafael del Castillo Calderón y Anselmo Bello organizan y fortalecen su club político, mientras los hermanos Figueroa y Eucaria Apreza se disponen a incorporarse a las filas maderistas y los magonistas de la montaña y de Acapulco, a través de Juan R. Escudero, radicalizaban sus pensamientos y sus acciones revolucionarias… todos con exigencias y citas constitucionales, reclamos populares y sociales bajo una enorme sed de justicia, una búsqueda de equidad y reales cambios políticos, con el pensamiento de cerrar el viejo sueño ya no de la igualdad de clases, totalmente utópico, pero sí de espacios de paz y tiempos de trabajo redituable para el campesino y para el obrero siguiendo la figura zapatista de 1910. ¡Por un pedazo de tierra! ¡Un pedazo de tierra es lo que ata al hombre para siempre a su comunidad! - reza la sabiduría popular - Adonde quiera que ande, viva y habite… siempre pensará y evocará que en algún lugar del mundo… ¡tiene un pedazo de tierra! Sobre ese trozo de tierra cifra sus esperanzas y basa sus ilusiones... para trabajar, para formar una familia, obtener su alimento, construir su vivienda y arraigarse a su población. Por un pedazo de tierra… se vive, se canta, se trabaja, se progresa, se lucha, se defiende, se goza, se hereda y… ¡se mata! Si, por un pedazo de tierra se han tenido disputas entre hermanos y parientes, se ha peleado en poblaciones rurales y en los espacios urbanos; por un pedazo de tierra, pequeño o grande, se han llegado a hacer revoluciones armadas que duran muchísimos años, con incontables muertos y devastación física, familiar, institucional y comunitaria; por la posesión y el usufructo de tierras se han disputado guerras mundiales... en fin, esta historia se va repitiendo a lo largo de centurias. En cada caso particular y en términos generales, en el Guerrero de la segunda mitad del siglo XIX cada grupo regional perseguía sus intereses, pues aunque se tiene que reconocer que existía una convicción política, ésta iba aparejada a sus ambiciones de poder, dominio y propiedad, pues todos los connotados hombres y mujeres que se adherían a las fuerzas vivas de la revolución y que lograban liderar sus regiones y al estado, salieron ganando nuevas y enormes propiedades, ya sea en las ciudades como Ciudad Altamirano, Iguala, Chilpancingo, Acapulco o Zihuatanejo, por citar algunas o en los campos de producción agropecuario, forestal, mineral y de sus litorales. En todo el estado de Guerrero hubo arribos arbitrarios, modificaciones legaloides y nuevos propietarios de la tierra, ya sea confabulados con las autoridades en turno o bajo amenazas veladas o abiertas, insultos, agresiones, engaños y aprovechamientos de la pobreza, analfabetismo e ignorancia de su gente campesina e indígena. En la Costa Grande guerrerense no fue la excepción, pues si bien muchas familias se encontraban enriquecidas tanto de dinero como de posesiones, no dejaron pasar la oportunidad de agrandar sus propiedades y se desarrollaban las prácticas arbitrarias de una burguesía rural que iniciaba su influencia política y geográfica desde Acapulco, de ahí que empezó a circular la premisa de que: gobernador que no dominara Acapulco, no es buen gobernante… pues el viejo puerto ha sido fuente de riqueza nacional por sus cuatro puntos cardinales. El trámite era paciente pero seguro, pues sólo las familias adineradas se apropiaban de las tierras comunales de los pueblos guerrerenses, cuando presionaban a los campesinos empobrecidos para que malbarataran sus tierras, bajo amenazas veladas de que no les sería posible pagar los derechos, los trámites de adjudicación y el deslinde de las tierras ante las autoridades periciales y a los ingenieros confabulados en esta empresa depredadora, en una de tantas cuartadas para desposeer a los hombres del campo, por lo que fueron legitimando “las compras”, los empeños, las adjudicaciones, las concesiones o las negociaciones de los campos productivos, sin mayores reclamos. En Atoyac, siguiendo la misma dinámica por la posesión de la tierra, el poder se concentró en los grupos dominantes de la política local encabezados por Canuto Reyes, Germán Gómez, Herman Ludwing, Gabino y Andrés Pino y Eloísa García de Mariscal, mientras la hacienda de Cacalutla era co-propiedad de los hermanos Stephen, más una concesión maderera para Martín Carrera en la sierra atoyaquense. A la vez, San Jerónimo era la hacienda de Juan de Dios Alzuyeta y compañía, cuyo apellido y sociedad se extendían sobre las propiedades de la Costa Grande y de la Costa Chica. De Tecpan se enlistan a cuatro terratenientes visibles: José Ma. Soberanis de la hacienda de Nuxco, Cuatlán y Pocitos, J. Isabel Romero en Potrerillos, “El Tular del Cucuyachero” de Baltazar Fernández y las haciendas de Papanoa y Coyuquilla de Manuel Soberanis Ríos. Sobre estos sucesos eran tres empresas las que acaparaban la producción de algodón, su manufactura, la ganadería y la industria del cuero en toda la costa, por su determinante influencia en las acciones políticas regionales y locales, y sobre todo por su caudal, como fueron la compañía Uruñuela y la de Baltazar Fernández y Quiroz, que mantenían las relaciones industria-comerciales más preponderantes e influyentes en el estado y sus interconexiones comerciales del país. Pero como una forma de ilustrar el medio que permeaba en este tiempo se puede aventurar que 39 las haciendas requerían de mano de obra tanto local como foránea, y que en las siembras de algodón, maíz, frijol y arroz se trabajaba de sol a sol, o sea de las 6 de la mañana a las 6 de la tarde, se pagaba a 2 reales por jornal equivalente a 0.10 centavos c/u y sin otra garantía visible que pudiera ayudar la situación familiar campesina. Ante estos panoramas regionales fueron surgiendo caudillos antes, durante y después de la Revolución Mexicana, que primordialmente reclamaron con las armas en la mano lo que el derecho jurídico y las arbitrariedades de los finqueros no se los permitía o que les había sido arrancado arbitrariamente. Así fue como Silvestre, hombre atoyaquense, graduado como profesor en el Instituto Literario de Guerrero y que en ese momento fungía como administrador de correos en Atoyac, y su hermano Epifanio Mariscal, se dan a la tarea de organizar y proyectar la rebelión campesina en Atoyac y San Jerónimo, reclamando el derecho natural a la tierra productiva para todos los hombres, mientras que Pablo Vargas avanza con su gente desde Aguas Blancas y Miguel Serrano se une a la lucha en Tecpan. En la contraparte, el hombre de confianza de los terratenientes españoles era Tomás Gómez, que toma como base militar a Los Arenales y San Jerónimo. Así se fueron sumando a la causa revolucionaria contingentes liderados por el ganadero Julián Radilla Hernández de Corral Falso, José Inés Pino del Humo, Nemesio Guillén y Victorino Salinas de Bajos del Ejido, todos contra los cacicazgos costeños. Entre los entretelones de la revolución, las fuerzas vivas se afanaron en atacar a los prefectos, caciques y sus instalaciones fabriles y comerciales… tras haber tomado Atoyac y San Jerónimo fueron forzando a pagar contribuciones a los más adinerados, como cuando saquearon la textilera del Ticuí, asaltaron las tiendas de Gonzalo García y de Alberto González, con una enorme sed de venganza. Así, Silvestre Mariscal toma Tecpan, lo que derivó en el saqueo de la casa del prefecto Gómez, mientras Pablo Vargas cobraba cuentas al alcalde en Aguas Blancas. Y aquí es donde surge una corriente de insurrección que traspasa las corrientes regionales: “El Mariscalismo”, que irrumpe como una defensa contra los caciques bajo la demanda popular de “por un pedazo de tierra”, contra las posibles represalias y azares del destino. En el mismo Atoyac, los campesinos hicieron caso omiso de la legalidad forzada por los finqueros y cortando los alambres que cercaban los terrenos se ponían a sembrar las tierras en reclamo y en disputa, por lo que en el ambiente costeño los empezaron a llamar como “los alambreros”, mote que les quedó como un reconocimiento regional. La rebelión mariscalista llegaría a tomar las principales plazas de la costa, poniendo en estado de alerta y alarma a los gobiernos estatal y federal, pues amagaban con apoderarse de Acapulco y por estas circunstancias se enviaba desde Manzanillo al 13º batallón para penetrar por Zihuatanejo, mientras Flavio Maldonado, ave rapiñera de Victoriano Huerta, preparaba el gran golpe en Acapulco. Los mariscalistas se parapetaban en Atoyac, bien armados y engrosando sus filas con gente de Tierra Caliente, al tiempo que se preparaba el golpe de estado de Victoriano Huerta en la ciudad de México, que desembocó en la “Decena Trágica” y que acabó con las vidas de Francisco I. Madero y José Ma. Pino Suárez. “La Bola” fue un verdadero caos ideológico, pues por lo que respecta a los revolucionarios costeños pronto quedaron en entredicho, ya que la mayoría aceptó reconocer el gobierno de Huerta y sólo quedaba la opción popular que simpatizaba con Emiliano Zapata para buscar la reivindicación de los campesinos mexicanos. Es de comprenderse el contexto del tiempo y del espacio de esos momentos en que las comunicaciones, tanto de teléfonos como de telégrafos, tenían sus limitaciones y alcances en comparación con la actualidad, por lo que las noticias eran inexactas, inciertas, incompletas e imprecisas o, si llevaban una carga correcta de verdad, tardaban tiempo en llegar para tomar decisiones de esta índole, por lo que los cambios de estafeta revolucionaria estuvieron a la orden del día y, más, en los reconocimientos y desconocimientos de los gobiernos en turno, de los líderes de uno y otro bando y de las circunstanciales formas de vivir. En los saltimbanquis revolucionarios y queriendo congraciarse con los personajes que ostentaban el poder, que en este caso recaía en Huerta, éste le pide a Mariscal su toma de decisión, por lo que Silvestre Mariscal, Laureano Astudillo, Darío Ventura, Lorenzo Valenzo y Juan Ojeda se dispusieron a combatir a los zapatistas con la seguridad de que recibirían pertrechos, armas, y sobre todo, posiciones políticas y sueldos del gobierno huertista. Mientras tanto, los anti-mariscalistas como Custodio Valverde, Alberto González y Tomás Gómez se unían y defendían a los españoles radicados en Acapulco, quienes con sobrado agrado financiaban también a Julián Blanco para combatir a las huestes de Mariscal, con sus más de mil hombres, bajo su pensamiento de “sólo un alacrán huertista, nos falta por aplastar”. Pero no pasó mucho tiempo para que Victoriano cayera del poder y de la gracia norteamericana, y una vez que Venustiano Carranza sube al poder se reconocía que en este estado de las situaciones ideológicas y comunitarias no había un orden constitucional ni las garantías necesarias para desarrollar un ambiente de paz y seguridad; Carranza llama a cuentas a Silvestre, que fungía como el gobernador en turno reconocido por los revolucionarios, para que explicara la situación caótica que se vivía en Guerrero y de lo que a la vez lo culpaba, pero que en el fondo político era para forzar su adhesión a las causas carrancistas. Silvestre Mariscal se apura para reconocer su investidura presidencial, con lo que nuevamente viene un golpe de timón, pues Julián Blanco se viste de constitucionalista y hace migas con Mariscal para tratar de tumbar al zapatismo galopante en el estado, que en todo su trayecto ideológico pugnó por arrebatarle a los hacendados las tierras que correspondían a las comunidades indígenas y campesinas. Para el 8 de noviembre de 1916, Venustiano Carranza lo nombra gobernador provisional del estado de Guerrero, pero continúa como jefe de operaciones militares combatiendo a nombre del carrancismo, para que el 2 de junio de 1917 entregue la gubernatura interina a Julio Adame, con los planes de competir y presentarse como candidato a gobernador constitucional, cuya elección lo favorece y el 21 de julio toma posesión en Acapulco y traslada los poderes a Chilpancingo. En otra vuelta de hoja, Mariscal se enemista y combate a los terratenientes y a los inversionistas españoles, siendo una lucha cada vez más encarnizada donde sólo esperaban la consolidación de la lucha armada para legalizar las tierras de su región, como lo venía haciendo la corriente zapatista en Morelos. Y como una forma de presión, en un abrir y cerrar de ojos, Mariscal fue detenido y hecho prisionero en 1917, para crear las condiciones “anárquicas” y poder desaparecer los poderes del estado con el fin de establecer un gobierno interino que garantizara su fidelidad a Carranza. Los jefes zapatistas en cónclave, nombran a Jesús H. Salgado como gobernador de Guerrero, que inmediatamente determina como medidas extraordinarias el salario mínimo de jornada, la prohibición de las tiendas de raya, la promoción de la instrucción pública, y sobre todo, proyectó las medidas agraristas para que a todos los pueblos guerrerenses se les restituyeran, sin discusión alguna, sus tierras comunales, adquirieran un fundo legal y se legalizaran las nuevas adjudicaciones de terrenos. Pero no fue fácil, pues nuevamente Carranza se reagrupa con los jefes regionales que defendieron al huertismo, entre los que estaban Silvestre Mariscal, Tomás Gómez y Julián Blanco, para llenarlos de nuevos cargos y oficialidades, por lo que la revuelta contra los zapatistas abre un nuevo capítulo que seguiría llenando de tierra, sudor y sangre el suelo suriano. Nuevamente llega la anarquía y cada cacique podía apropiarse de las tierras, ya fuera con el favor del carrancismo y sus jueces de árbitros o por medio de la represión con sus guardias blancas, por lo que el campesinado guerrerense empuñaba con más rabia las armas y se remontaba desde las sierra a asaltar los pueblos de la costa. El ambiente social era ríspido, friccionado y permanentemente tenso, la muerte de Emiliano Zapata vino a precipitar sucesos inesperados, a la que siguió la huida y el asesinato de Jesús H. Salgado, propietario de la hacienda de San Agustín Tepozonalco y que había sido fiel al programa zapatista, sosteniendo esta lucha bajo los principios campesinos, hasta que fue muerto a mansalva en el filo mayor de las regiones de Tierra Caliente y de la costa, el 14 de febrero de 1920, en el paraje conocido como “La Barranca de los Encuerados” sobre la población de San José, en la sierra de Petatlán. De forma inmediata, Carranza manda a Silvestre Mariscal a apaciguar la costa hasta lograrlo , y los mariscalistas se abalanzan sobre Acapulco, que se encontraba defendido por los generales Fortunato Maicotte, Rómulo y Ambrosio Figueroa Marbán y Rafael Mendoza, y entre ataque y defensa de las oponencias, se van persiguiendo hasta los límites de Coyuca de Benítez y San Jerónimo, para poder asentar que en estas acciones de armas fueron las que aniquilaron a las fuerzas de Mariscal. Ya con el ánimo en un bajo nivel y “sin dar ni pedir cuartel”, en un viaje camino a Morelia se cumplió el viejo adagio… “el que a hierro mata, a hierro muere”, pues el 29 de mayo de 1920 le tienden la emboscada adonde queda prisionero para después asesinarlo en el camino hacia Ario de Rosales, pues los voluntarios de Arteaga al mando de Juan Millán, lo ajustician arteramente y acaban con uno de los luchadores más connotados de la costa, cerrando un capítulo más de sangre en el destino manifiesto del Estado de Guerrero.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario