MEMORIA DE LA COSTA GRANDE


Paseando por la costa a principios del siglo xx

Hay un compadre del alma que se llama Irvin Cabañas y que una vez que se interesó por la historia de su pueblo, empeñó todo su entusiasmo para detectar a las personas y a los personajes que evocaran, directa y objetivamente, las formas de vida de su época, por lo que inmediatamente nos llevó precisamente al mero corazón del precioso lugar de la “creciente de agua” y ahí nos endulzamos el corazón con semejante historia, que así fue contada:

“Mi nombre es Juan Ozuna y nací en el año de 1905 en la comunidad de Los Bajos del Ejido… entonces trabajábamos en el campo sembrando “máiz”, ajonjolí, arroz, un poco de coco y mucho algodón para la fábrica del Ticuí; nuestras herramientas de trabajo eran el machete, la tarecua, el hacha, el azadón y algunas otros materiales de fierro para hacer el tlacolol.
 Mi abuelita me decía que ella había vivido cerca de La Huerta Grande, en Coyuca, que pertenecía y sembraba Juan Álvarez, que fue el primero que trajo por agua y en barco, la semilla de coco de las islas Filipinas, porque sólo allá había cocoteros, y que fue sembrada en los barrios de Coyuca.  
 Ahí, en San Nicolás vivía María Faustina Benítez, que era su esposa, y como yo viví mucho tiempo ahí supe que los Marines fueron construyendo el pueblo, pues mi amigo  de siempre fue “El Rey” Marín. 
 En ese tiempo, el hombre tenía que irse al campo a cultivar y las mujeres madrugaban a las cinco de la mañana para echar tortillas, dar café y preparar el bastimento. Entonces nos alumbrábamos con pedazos de ocote, después, el que tenía centavos usaba candiles de petróleo, y fíjate ahora… ¡hijo de la chingada! ¡puuura luuuz!… que llegó hace como setenta años.
 Del tiempo que hablamos teníamos que ir a vender y a comprar a Acapulco, todas las cosas que se cultivaban y lo que necesitábamos para vivir. Por eso nos íbamos a pie, en bestia o en carreta, que en ocasiones dejábamos en Pie de la Cuesta o seguíamos hasta El Jardín, adonde descansábamos y comíamos… allí había unos “ojitos” de agua que ayudaban para aguantar el camino.
 Como no había relojes y ni quién los pagara… ¡papacito lindo!... Calculábamos la hora con la sombra de nosotros o de los árboles y ¡no le echo demás!
Ya llegábamos al Puente Alto y se paraba uno en el “Mesón de La Lima”, que era adonde se paraban todos los arrieros, hacían la carga y pa´tras, otra vez a Pie de la Cuesta a cargar la carreta para venirse a la costa.

 Así se hacía un desfile, pues estaba el primer barrio que se llamaba El Chorrillo que quedaba atrás del castillo, luego El Parazal en que se vendía de todo, más tarde íbamos a La Cuerería y había otro barrio que le decían El Hueso, se subían al “Pasito” y a La Crucita, cruzábamos El Barrio del Comino, El Teconche y Los Tepetates, en el centro, hasta llegar al Pozo de la Nación, que era adonde me mandaba mi abuelita a traer el agua para tomar… mero en medio de Acapulco.
 Una vez que le pregunté a una niña:
-¡Bueno, y El Pozo de la Nación! ¿todavía existe?
-Bueno don Juanito ¿todavía se acuerda?
-¡Ahí iba a l´agua, hermanita! Me mandaba mi abuelita al agua con el bule, que si se me quebraba, me daba una chinga por los bules. ¡Jaa, jaaa, jaaa!
 Y para ir de Acapulco a Chilpancingo, era una de cerros… ¡uuuuuh! con “ojos de agua” y puros caminos de herradura.
 Ya para entonces, por una dificultad de pleito, ya no pude estar ni en mi barrio ni en Acapulco y me vine para Atoyac… ¡Estaba bien chiquito!... por la oficina de la Flecha era puro monte.  
 Ahí, en 1904 se abrió la fábrica de hilados que era de unos españoles… hilaban y tejían mantas de algodón y luego se las llevaban para Acapulco; trabajaban por turnos.
 Tuve que alquilarme de peón, me pagaban a 6 reales todo el día, luego nos daban un peso. Y una vez que paso a ver a mi amigo el peluquero, en el centro de Atoyac… tenía harta gente, y que me dice:
     -¡Ándale Juan, ayúdame!
    -¡Pero si yo no sé!
    -¡Ándale, agarra la máquina!
    -¡Pus quede como quede, órale pues, yo lo voy a chingar! ¡jaa, jaa, jaaa!
   Y pensé:
    -[¡El hombre que quiere trabajar, puede!]
Que agarro la máquina y… ¡guar, guaaar, guaaaar!
Y ya me dijo:
    -¡Emparéjalo con las tijeras!
 Ese día me dieron 15 pesos, me puse bien contento, imagínate, de un peso a eso…
 Ya me preguntó:
    -¿Mañana, vas a venir más Juan?
    -¡Sí hombre, cómo no!... ¡Eso es todo, ya me voy a trabajar!
(Desde el hermoso “lugar de mujeres”. Raúl Román Román. El Indio de Iguala).

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