MEMORIA COSTEÑA


¿Agua de correa o Agua del correo?  

Una vez que se buscaba información de una de las colonias más populares de Zihuatanejo, de forma expedita consultamos a nuestro guía de la historia de estos lugares, el profe Chucho Cadena, queridísimo amigo, maestro por vocación, amigo por convicción, beisbolista por pasión y “gallero” por afición, que de forma instantánea buscó entre sus artes mentales y exclamó:

-¡Va a ser con Chucho Olea, dile a Valente que te lleve con él, es una de las personas más grandes de edad de La Correa, ha de tener como cien años, pero aún así todavía le gusta “amarrar” a los gallos¡ – remarcaba el ser más humilde de todo el planeta terrestre.
 Raudo y veloz se enteró a Valente del propósito, situación que no se le dificultó nada, ya que son grandes amigos con don Chucho, desde hace mucho tiempo; un lunes por la noche, nos desplazamos a una calle de la zona del Hujal; ahí estaba acostado el patrón, con un agobiante dolor de cabeza, cuando Valente lo llamó:
  -¡“Cuche macho”, “cuche macho”, vente para acá, vamos a platicar! -
le incitaba el ex marino, llamándole confiadamente así, por aquello de que don Chucho salió bravo para esos menesteres con la mujer hermosa. Una vez que nos instaló en su patio y al referirle el motivo de la visita... don Chucho se expresó así:
“Zihuatanejo era una zona desierta, ahí donde alguna vez estuvo la presidencia, junto a la playa “de enfrente”, era una huizachera dónde sólo vivían tres familias: los Castro, don Salvador Espino y las muchachas Landa, que eran las curanderas de aquí para toda la gente, pues aliviaban a las personas con puras plantas, porque no había doctores. 
 El trabajo era en el campo, sembrábamos maíz, ajonjolí, calabaza, sandía y papayas, para los temporales, pero a nosotros no nos tocaba mucho, primero porque no siempre se daba y luego porque eran tierras prestadas.
Allá por los años de 1915 a 1920, nosotros pasábamos hambres, sólo comíamos las “orejas” de parota con “cabezas” de plátano. Se cortaba la vaina y la semilla se ponía a cocer, la mezclábamos con las “cabezas” de plátano y la mujer las molía en el metate hasta que la masa se ponía amarilla, y eso era lo que comíamos.
 ¡Además, cuando llegaba la tosferina acababa con todos, las casas se quedaban solas, todos se morían y esto era muy seguido! - afirmaba nuestro cronista, al cruzar sus recuerdos.
 Yo nací en Petatlán a principios de siglo, pero me vine muy chico para acá, mis abuelos eran de Tres Palos, allá por Acapulco, fueron don Bonifacio Olea y doña Andrea Galeana. 
 Aquí sólo había casitas ralonas, cortabas los horcones y ahí donde los tumbabas hacías tu casa. Una vez matamos una culebra, grande como mis brazos - decía don Chucho, abriendo y curvando sus brazos como si la abrazara y con el rostro expresivo remataba - ¡Tenía dos zopilotes adentro! 
-¡Ahora! ¡Joder! ¡No es Agua de Correa¡ era ¡Agua del Correo! porque la valija ahí se descansaba para tomar agua, en el “ojo de agua” de ese lugar – exclamaba con convicción evidente.
 Era Constancio el que traía la valija y ahí descubrió ese manantial, donde paraba la mula, la descargaba, le daba su “máiz”, tomaban agua, descansaban un rato y se iban para Petatlán para entregar el correo; al otro día se regresaba a La Unión y así... ese era el viaje de siempre.
 En el camino uno se encontraba con tigres, leones, venados y onzas, éstas eran con una mancha, como cinta, desde el hocico hasta atrás... y no tenía cola ¡era una mota!; yo llegué a ver como un tigre mataba y arrastraba a una vaquilla como a 100 metros. Luego, aquí tardaba hasta veinte días lloviendo sin parar y, en ese tiempo, pues nomás salíamos a cortar las “orejas” de parota y el plátano y pa´ dentro, otra vez - reafirmaba el hombre casi centenario.
 A Agua del Correo la fundó don Elpidio Roque, él fue el primero que se puso ahí, luego fue llegando más gente. Y don Alfredo llegó a ser el hombre más rico de por aquí, era el único que tenía una plantita de luz, los demás vivíamos a oscuras - decía don Chucho volviendo a entrecruzar la historia.
 ¡Además, antes las mujeres eran de respeto, todas, las “viejas” y las “nuevas”; el vestido les arrastraba, no que ahora andan enseñando las canillas peladas! - expresaba con cierta indignación.
 También a las cuatro de la mañana ya oías a los carreteros trayendo la copra, eran como veinte y... ¡crac... crac... crac!... se escuchaban; la llevaban a la playa y de allí se la pasaban a las cinco canoas que eran las que las transportaban a los barcos, por un trato de dinero que habían hecho.    
¡Eran tres barcos, pero nomás me acuerdo de dos: “El María Martha” y “El Oviedo”! – asentaba con lucidez y emoción y olvidando la embarcación del “Tecoanapa”.
 -Aquí se concentraba la copra y se la llevaban para Acapulco; también los barcos nos regalaban comida.
 Por ahí vivía don Isabel Gómez y a la maestra Matiana Orbe le pagaban para que les enseñara a los niños, les hablaba como con coraje, pero los chamacos aprendían – asentaba nuestro gran amigo.
En la playa pescaban desde lo seco, había un animalero entre ostiones, camarones, caracoles y la lapa era así – decía el señor Olea señalando con las manos un espacio como de veinticinco centímetros.
 ¡Los ricos tenían mucho dinero… pero mucho! –  enfatizaba – Tenían “costalera” de pura moneda de oro, nomás por estarse riendo una vez don Alfredo le dijo a Juan Gutiérrez.
 -¡Te regalo ese costal de oro si te lo echas al hombro! Y cuándo pues...
 -Aquí se peleaban a machetazos y se decían:
 -¡Sí tú me matas, me pones la cruz, y si yo te mato yo te pongo la cruz!… y “reata”, se daban con todo. ¡Eso sí, si no se mataban era una amistad hasta la muerte!
 En Semana Santa íbamos a la feria de Petatlán, que es más viejo que Zihuatanejo, agarrábamos un manojo de tortillas y un bule de agua para el camino y nos lanzábamos por las veredas, porque no había carretera, a los carros ni los conocíamos.
 En la revolución saqueaban, por eso unos se hicieron ricos, pero bien ricos. Una vez se supo que venían a pelear aquí, no supe ni quién, pero los agraristas “El Ciruelo” y Valente de la Cruz defendieron a Petatlán; se subieron al edificio de mi padre Jesús; Chucho Pinzón tenía un 30-06, con el que se defendió - incitaba don Chucho y refiriéndose seguramente a la reyerta Delahuertista contra el gobierno estatal del general Neri.
 -El jefe atacante dijo: 
-¡Cómo a las 3 de la tarde las muchachas ya van a ser mías¡
 -¡Pero no, el cierre fue desde las cinco hasta las diez de la mañana; de aquí murieron como once y de ellos se fueron como veinte! – recordaba con satisfacción mal disimulada.
 -¡En Barrio Viejo había más familias que aquí, por el trabajo y el terreno plano; la huerta de los Leyva yo la hice, juntaba hasta treinta trabajadores y los patrones llegaban el sábado a pagar; se ganaba un real (equivalente a 10 o 12 ctvs.) yo llegué a ganar hasta dos reales; después conocí el peso de “la balanza”, de plata limpia, no como los de ahora que al otro día se ponen verdes! – aseveraba don Jesús.
 Después vino “la pequeña” (propiedad) de la Unión a Troncones había una y de ahí a Agua de Correo había otra.
 También me subí a “la Guajolota”, aquí en el aeropuerto, para ir a Uruapan, esa fracasó allá por México – decía el sabio narrador, refiriéndose a una de las avionetas que trasladaban a los lugareños y visitantes de este puerto.
Y así concluyó la plática que se convirtió en un ejercicio pedagógico lleno de recuerdos, de remembranzas, de vivencias, donde don Chucho Olea cumplió una cita con su pasado que lo hizo olvidar su dolor de cabeza y a nosotros nos permitió rescatar nuestras raíces costeñas de principios del siglo XX, en Zihuatanejo. (Desde el hermoso “lugar de mujeres”. Raúl Román Román. El indio de Iguala).

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