HISTORIAS QUE CONTAR

LA CULTURA COSTEÑA

DON ADOLFO LARA GARIBO

“MI PETATLÁN QUERIDO”

La tarde costeña entraba en su hermoso crepúsculo; la mente se hallaba descansada y el alma posaba en un remanso cálido y gratificante. Cada participante de esta historia tenía sus objetivos, don Adolfo rememoraba sus recuerdos cargados de amor y nostalgia y el escribiente en su afán de tomar tema de investigación.

De entrada es del dominio popular que Petatlán, viejo pueblo hermoso y milagroso, se deriva etimológicamente hacia su significado como “lugar de petates” y que ahí ha vivido gente de sana y gran convivencia.

Los tiempos y los espacios de ambos cruzaron sus coordenadas, el diálogo fue productivo, amistoso, nostálgico y profundamente aleccionador; no había más, la ciencia más hermosa del mundo, como es la historia, cumplió una vez más su cometido, y sin entrar en rivalidades inocuas se concluye que los personajes aman a la misma mujer y la raíz regional surgió por arte de magia, y en su evocación dejamos esta crónica.

“Yo nací en Petatlán; mis padres fueron don Anselmo Lara y María Garibo, que junto con mi abuelita, doña Germana Árciga, me fueron formando como buen costeño, bajo los rayos solares del campo petatleco y sus hermoso parajes de antaño, compuestos de río, palmares y sus moradores de ensueño.

En el tiempo de aquellos tiempos, muchos se vestían de cotones de manta, sombreros de palma, botas rústicas que servían para la chamba y las labores más fuertes, o bien, huaraches de baqueta sin curtir, llevando aún el pelo del animal; dicho sea de paso, también llegamos a ver como se hacía antes la curtiduría con formas antiguas, cuando tenían unas pilas y a las pieles les echaban harta sosa y sal, para ablandarlas, luego las sacaban al río para descarnarlas y así hacían la baqueta curtida. También recuerdo a nuestras mujeres, que son hermosas desde siempre, que portaban falda larga, blusa llamativa y huaraches o zapatos bajitos y algunos moños prendidos en el pelo.

De chamacos jugábamos a “la pítima”, que era una raya larga en la tierra y desde una reconocida distancia, revoleaban y lanzábamos al aire las monedas de puro cobre grande, y quien ganaba era el tirador con el águila.

También se hacían trompos de la madera del cirián y, cuando ´lo queríamos bien zumbador, buscábamos troncos de guayacán, vieran que bonito zumban, casi hasta cantan; y una vez, que te lo trepabas a la uña del dedo gordo, se te iba haciendo un pocito en ella, por lo que muchos llevábamos esa marca indeleble.

Los domingos nos íbamos a bañar a “la piedra ancha”, que era una poza abajo del puente y, más arriba estaba la poza de “los guayabos”, a la que nos íbamos caminando por las márgenes del río. Luego aventábamos madera y troncos y nos veníamos jugando al “tío Mingo”, entre el cauce de la corriente.

La escuela estaba en el barrio de “La Hoja”, en la casa de don Pedro Valdovinos, y luego la cambiaron adonde está el edificio municipal, en una casa de puro adobe, con corredores hasta la esquina de la iglesia; más tarde Hilario Peregrino la tumbó, para hacer la sede del Ayuntamiento.

La vida de Petatlán se rondaba a través del campo y nuestras actividades principales eran la agricultura, el comercio y la pesca; cada campesino u hombre de campo tomaba su “guaje”, que es lo que se conoce como bule, lo colgaban en el hombro, o en su caso, en la silla del burro y se iba llenando en los “ojos de agua” que se tenían en el camino.

Luego entonces cuidábamos la copra y sembrábamos ajonjolí, frijol, algunas hortalizas y algodón, que se llevaba a una despepitadora del barrio, de la que al pasar el tiempo y la época, quedó el cascarón. A la vez, estaba la hacienda de los Martínez, cuya parte central se ubicaba frente a “La Casa de la Cultura”.

Recuerdo que las calles eran de tierra, con caídos en los corredores hechos con horcones y fajillas de madera y techos de teja, adonde caminábamos seguros y, en tiempos de lluvias, sin mojarse, hasta que un hijo del pueblo, llamado Israel Hernández Ramos, que se fue a estudiar a Chilpancingo y llegó como licenciado para ser presidente municipal, tumbó los corredores, con el propósito de ampliar las calles, como se ven ahora . . . pero la historia registra un tiempo precioso e inolvidable.

Y la vida impone, por lo que toda la mercancía que bajaba de la sierra y los comerciantes de la costa, generalmente llevaban sus productos a casa de doña Chepita Valdeolivar, que iba acaparando estas mercancías, como sacos de maíz, frijoles, latas de manteca, cera, cuernos de chivo para la venta, y a la vez, este personaje tenía el control de la luz eléctrica, que se encontraba en cada esquina del zócalo, por lo que a las diez de la noche daba . . . uno . . .dos. . . tres apagones y todos corríamos para nuestra casa, hasta el otro día “Dios mediante”.

Pero también estaban las tiendas y casas comerciales que las personas reconocían como las de Los Martínez, el del señor Odilón Espino, los Ruiz Sánchez, de Abel Martínez, los Solices, los Romeros.

Y ahí pasé una experiencia difícil, puesto que de nacencia yo tenía “un frenillo” en la lengua que no me dejaba pronunciar bien la letra “r” y en vez de decir perro, se escuchaba como “perdo” y las palabras se me oían barridas, por lo que mi mamá me dijo:

-¡Te voy a llevar con doña Apolonia Martínez, para que te corte “el frenillo”!

Sacó una tijera grande, cortó y . . . los sangrales . . . que me les suelto y me fui corriendo para la casa y, aunque después por nada quería pasar por ahí, pero me curé, ya que hasta la fecha he podido hablar de manera normal.

Tiempo después, como a los doce años acompañaba a mi abuela a visitar a u hijo que tenía en Ocote del Peregrino, por lo que me montaban en un burro y recorríamos toda la Sierra Madre del Sur. Íbamos pasando por El Anonal, El Cacao, El Arenoso, La Otatera, El Sesteadero, ranchos como La Piedra del Llano, Murga, Sandoval, cortábamos camino y tocábamos La Cocalmeca, El Salto, La Tigra y Ocote del Peregrino, aunque se me cruzan en la mente los lugares.

Ahí, en “La piedra de Veliano” tomábamos café calientito con pan bien sabroso; comíamos en una casa que mentaban como “Los García” y se veían en los mecates tendidos, como oreaban la carne y cecina de venado y, en el trayecto llegué a ver tigres, jabalíes, tejones y onzas, mientras mi abuelita comerciaba con las telas, los vestidos y la ropa que llevaba para vender . . . los fiaba y al mes, ahí vamos de nuevo para cobrar y dejar más mercancía. A la vez, traíamos lo que se sembraba y producía allárriba, como quesos de aro que se hacían en “canoas” con suero para después “quebrarlo”, lo molían y lo salaban. Hacía muchísimo frío y de aquí salíamos a las 5 de la mañana, para llegar al Ocote como a las seis de la tarde. Pero dábamos unas comilonas sabrosísimas.

Uno de los pasajes históricos más bonitos era cuando las rancherías invitaban a “Los Combates”, para cortar la caña y terminar en un solo día; se trabajaba desde la madrugada y en la noche había baile. Pero vamos por partes: primero, el dueño de los trabajos pedía permiso al comisario y estás fiestas se hacía tres o cuatro veces al año y citaban a las familias de las rancherías.

Los 60 o 70 hombres se iban al campo, a cortar el maíz, la caña, el ajonjolí o el café; mientras las mujeres se apuraban a preparar cazuelas enormes con comidas y a comalear las tortillas, y otros trabajadores barrían y regaban el patio más grande; luego se cortaba pino resinoso y se rajaban los trozos y se sacaban las tiras para hacer 5 o 6 hachones de ocote para alumbrar la pista.

Al término de la jornada, bajaban a los ríos, arroyos o manantiales a bañarse y se terminaba el trabajo. El “capitán” hacía su reporte de labores

Como a las siete de la noche se hacía lo que se conocía como “La Topa” que es el encuentro de los varones con sus mujeres, de los muchachones con las señoritas y toda la chiquillada y . . .a bailar, cantar, beber arto mezcal, aguardiente y tuba, que la embolsaban en bules de guaje, para que se conservara ya curado. En ese tiempo estaba lleno de palmas de coacoyul y la tumbaban, del cogollo se hacían unas “canoítas” por donde salía todo el jugo y la dejaban tres días hasta que se ponía aguado, se le ponía un embudo para vaciarlo y con un pocillo se iba juntando, era bien buena.

Entonces tumbaban una tarima de madera bien ancha, mientras los músicos y trovadores ya estaban listos con sus guitarras, los violines y el arpa, que no ocupaban luz y suenan bien bonito . . . y a darle que es miel en penca.

Se le iban subiendo a la tarima a zapatear, duro y duro, balseando, faldeando y zapateando a toda mecha; las mujeres paseando su belleza y los varones su valor.

Ya en la borrachera sacaban los machetes y a recordar rencillas, dale que dale . . . unos cortados, otros tasajeados, uno que otro muerto. . .

Una vez, mi abuela dijo:

-¡Adolfo, vámonos a salir de aquí; hay peligro . . . van a pelear!

Y Dicho y hecho, se prendían los machetazos sin parar.

-¡Te dije que se iban a pelear!

Otra ocasión, a medianoche, sacaron a una persona, como que iban a hacer la “necesidad” y ahí lo degollaron, nomás se oían los fierrazos.

El regreso era igual, entre ríos, vergeles y paisaje precioso y pintoresco, pleno de colores, olores y vistas hermosas.

Ya en la fiesta de Petatlán, se jugaba gallos en el palenque y una vez que ponían la tarima, mi abuela y su amiga le brincaban a la tabla, para zapatearle, lo que a mí me causaba una molestia muy grande, pues quería mucho a mi abuelita.

De mis familiares y personas mayores, me acuerdo que platicaban que “Padre Jesús” se apareció en la brecha, de camino bruto, que va a Acapulco; se vio en el arroyo de “La Imagen”, que está cerca del arroyo “De la Cruz”; ahí había una piedra grande, que la mentaban como “la piedra de amolar” adónde iba uno a afilar los machetes.

Cuando reventó el Paricutín, en el 41, era una noche de luna, y empezó el temblor bien fuerte, yo veía que la torre de la iglesia se iba y se venía, hasta que se cayó. Nomás que estuvo así: las torres se cayeron a lo largo del altar mayor, pero cuál no sería la sorpresa de los petatlecos, que ahí se trenzaron unas piedras grandes que había y “Papa Chucho” quedó completo, bien limpio, sin tener ni un rozón . . . no le pasó nada.

En tiempo de secas y por la fe, lo sacaban y lo llevaban al camino adonde apareció y, como milagro, al regresar empezaba un aguacero-me platicaba mi madre-.

Una vez que sin motivo lo quisieron sacar por la puerta mayor, ésta no se pudo abrir, por lo que todo el mundo esperaba los milagros, ya conocidos en todo el mundo. Ahí llegó el padre Goyito, que fue un sacerdote que hizo mucho por la iglesia católica y por Petatlán, mi pueblo querido”.

Y aquí terminó nuestra conversación, en los ojos de don Adolfo se notaba la satisfacción de su relato, el amor a su tierra y la inconfundible sabiduría que dan los años, de una vida plena de trabajo, de amor y de honor.

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