¿AGUA DE CORREA O AGUA DEL CORREO?

En una rápida visita a la capital del estado, camino a “Iguala querida“, hubo oportunidad de entrevistarse con el maestro Juan Sánchez Andraca, el más prolífico escritor que ha dado el suelo guerrerense, que había pedido la investigación y el rescate monográfico del municipio zihuatanejense, cuando fue director del Instituto Guerrerense de la Cultura; una vez que le enteramos de la entrega de éste trabajo, asentó con gracia:

   -¡Qué bueno que ya la terminaste, nomás te tardaste siete años en hacerla!, pero bueno, ya está aquí. Ahora te encargo la de Agua de Correa y la de Ixtapa, ésta con muchas fotos para promocionarla, pero para esta ocasión a ver si te tardas menos.
 Al llegar a Zihuatanejo inmediatamente pusimos manos a la obra, porque la regañada fue un tanto dolorosa y penosa; de forma expedita consultamos a nuestro guía de la historia de estos lares, Chucho Cadena, queridísimo amigo, maestro por vocación, amigo por convicción y beisbolista y “gallero” por afición; de forma instantánea buscó entre sus artes mentales y exclamó:
   -¡Va a ser con Chucho Olea! Dile a Valente que te lleve con él, es una de las personas más grandes de edad, de la Correa, ha de tener como cien años, pero aun así todavía le gusta “amarrar” a los gallos.
 Raudo y veloz se enteró a Valente del propósito; no se le dificultó nada; son grandes amigos desde hace mucho tiempo; un lunes, por la noche, nos desplazamos a una calle de la zona del Hujal; ahí estaba acostado don Chucho con un agobiante dolor de cabeza; Valente lo llama:
   -¡“Cuche macho”… “Cuche macho” vente para acá, vamos a platicar! - le incitaba Valente, llamándole confiadamente así por aquello de que don Chucho salió bravo para esos menesteres. Una vez que nos instaló en su patio y al referirle el motivo de la visita don Chucho se expresó así:
 “Zihuatanejo era una zona desierta, ahí donde alguna vez estuvo la presidencia, junto a la playa de enfrente, era una huizachera, sólo vivían tres familias: los Castro, don Salvador Espino y las Landa, que eran las curanderas de aquí, aliviaban con puras plantas porque no había doctores.
 El trabajo era en el campo, sembrábamos maíz, calabaza y sandía, para los temporales, pero a nosotros no nos tocaba mucho, primero porque no siempre se daba, y luego porque eran tierras prestadas.
 Allá por los años de 1915 a 1920, nosotros pasábamos hambres, sólo comíamos las “orejas” de parota con “cabezas” de plátano. Se cortaba la vaina y la semilla se ponía a cocer, la mezclábamos con las “cabezas” de plátano y la mujer las molía en el metate, hasta que la masa se ponía amarilla, y eso era lo que comíamos.
 Además, cuando llegaba la tosferina acababa con todo, las casas se quedaban solas, todos se morían.
 Yo nací en Petatlán, a principios de siglo, pero me vine muy chico para acá, mis abuelos eran de Tres Palos, allá por Acapulco, fueron don Bonifacio Olea y doña Andrea Galeana. 
 Aquí sólo había casitas ralonas, cortabas los horcones, y ahí donde los cortabas hacías tu casa. ¡Una vez matamos una culebra, grande como mis brazos - decía don Chucho, abriendo y curvando sus brazos, como si la abrazara y con el rostro expresivo - tenía  2 zopilotes adentro!  
 Ahora… ¡No es Agua de Correa¡ era ¡Agua de Correo! porque la valija ahí se descansaba para tomar agua, en el “ojo de agua” de ahí – exclamaba con convicción. Era Constancio el que traía la valija y ahí descubrió ese manantial, paraba la mula, la descargaba, le daba su “máiz”, tomaban agua, descansaban y se iban para Petatlán a entregar el correo; al otro día se regresaba a la Unión, y así... siempre; esa era la rutina de siempre.
 En el camino uno se encontraba con tigres, leones, venados y onzas, estas eran con una mancha, como cinta desde el hocico hasta la cola, y no tenía cola, era una mota, y yo llegué a ver como un tigre mataba y arrastraba a una vaquilla como a 100 metros; luego, aquí tardaba hasta veinte días lloviendo sin parar, y en ese tiempo, pues nomás salíamos a cortar las “orejas” de parota y el plátano, y adentro otra vez - remataba el hombre centenario.
 A Agua del Correo la fundó don Elpidio Roque, fue el primero que se puso ahí, luego fue llegando más gente. Don Alfredo llegó a ser el hombre más rico de por aquí, era el único que tenía una plantita de luz, los demás vivíamos a oscuras - decía don Chucho entrecruzando la historia.
 Además, antes eran mujeres de respeto, las “viejas” y las “nuevas”; el vestido les arrastraba, no que ahora andan enseñando las canillas peladas.
 A las cuatro de la mañana ya oías a los carreteros trayendo la copra, eran como veinte y ... ¡crac... crac... crac!... se escuchaba; la llevaban a la playa y de allí se la pasaban a las cinco canoas que eran las que las transportaban a los barcos, por un trato que habían hecho.     
 Eran tres barcos, pero nomás me acuerdo de dos: el “María Martha” y el “Oviedo” – asentaba con lucidez y emoción y olvidándose del “Tecoanapa”.
Aquí se concentraba la copra y se la llevaban para Acapulco. También los barcos regalaban comida a los que nos acercábamos al barco, o bien, ellos desembarcaban trayéndonos un poco de alimento.
 Por ahí vivía don Isabel Gómez, y a la maestra Mateana Orbe le pagaban para que les enseñara a los niños, les hablaba como con coraje, pero los chamacos aprendían – asentaba nuestro nuevo amigo.
 ¡En la playa pescaban desde lo seco, había un animalero!, ostiones, camarones, caracoles y la lapa era así – decía el señor Olea, señalando con las manos un espacio como de veinticinco centímetros.
 Los ricos tenían mucho dinero, pero mucho – enfatizaba – tenían “costalera” de pura moneda de oro, una vez, nomás por estarse riendo, don Alfredo le dijo a Juan Gutiérrez:
   -¡Te regalo ese costal de oro, si te lo echas al hombro!... y cuando pues...
   -Aquí se peleaban a machetazos y se decían:
   -¡Si tú me matas me pones la cruz, y si yo te mato, yo te pongo la cruz!... y “reata”, se daban con todo. Eso sí, si no se mataban era una amistad hasta la muerte.
 Luego íbamos a la feria de Petatlán, que es un pueblo más viejo que Zihuatanejo, en semana santa; agarrábamos un manojo de tortillas y un bule de agua para el camino y nos íbamos por las veredas, porque no había carretera… a los carros ni los conocíamos.
 En la revolución saqueaban, por eso unos se hicieron ricos, bien ricos. Una vez se supo que venían a pelear aquí, no supe ni quiénes, pero los agraristas como “El Ciruelo” y Valente de la Cruz defendieron a Petatlán; se subieron al edificio de mi padre Jesús; Chucho Pinzón tenía un 30-06.
 El jefe atacante dijo:
 -¡Como a las 3 de la tarde las muchachas ya van a ser mías!
 -¡Pero no, el cierre fue desde las cinco hasta las diez de la mañana!; de aquí murieron como once y de ellos fueron como veinte – recordaba con satisfacción.
 -En Barrio Viejo había más familias que aquí, por el trabajo y el terreno plano; la huerta de los Leyva yo la hice; juntaba hasta treinta trabajadores y los patrones llegaban el sábado a pagar; se ganaba un real (10  o  12  ctvs.)… yo gané hasta dos reales; después conocí el peso de “la balanza”, de plata limpia, no como los de ahora que al otro día se ponen verdes – aseveraba don Chucho.
 Después vino “La Pequeña” (propiedad), de la Unión a Troncones había una y de ahí a Agua del Correo había otra.
 También me subí a “La Guajolota” aquí en el aeropuerto, para ir a Uruapan, esa fracasó allá por México – decía don Chucho refiriéndose a una de las avionetas que trasladaban a los lugareños y visitantes de este puerto”… ¡ya¡
 Y así concluyó la plática, que se convirtió en un ejercicio pedagógico lleno de recuerdos, de remembranzas, de vivencias, donde don Chucho Olea cumplió una cita con su pasado, que lo hizo olvidar su dolor de cabeza, y a nosotros nos permitió rescatar nuestras raíces comunitarias de principios del siglo XX. 

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